miércoles, 3 de febrero de 2010

El método: La madre del topo

El Método
España – Argentina, 2005
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Hay quien tiene la creencia de que una buena historia, por el mero hecho de serla, vale para un roto y para un descosido. Que se puede adaptar de un medio a otro sin riesgo de batacazo porque el texto, si es de calidad, lo aguanta todo. Craso error. O al menos, no en todos los casos la fórmula alquímica funciona. Puede darse la situación, por ejemplo, de una obra de teatro con cierto éxito de crítica y con un guión más que aceptable, que al transformarse en película pierde como por arte de magia gran parte de su fuerza y se convierte en una excusa perfecta para irse a buscar una almohada.

Con razón el pobre Jordi Galceran ha acabado mosqueado con la versión que han hecho de su Método Grönholm, que en el cine por algún extraño motivo pierde su apellido. Personajes demasiado estereotipados, con diferencias de caracteres pretendidamente radicalísimas, pero a la vez bastante obvias, hacen que el espectador caiga en el aburrimiento más profundo casi desde que empieza a transcurrir la acción. Es una lástima, porque el guión es tan bueno como para salvar él solo hasta la segunda estrella: intrigas, tensiones, envidias, rivalidad, la condición humana en su más pura esencia. Pero Marcelo Piñeyro y sus compinches logran destrozarlo dándole un ritmo lento cual lateral derecho del Atleti, alargando innecesariamente diálogos superfluos y metiendo con calzador escenas que le dan un punto entre morboso y escatológico al filme, pero que aportar, lo que se dice aportar, nada de nada.

Además, que la cosa es de lo más previsible, oigan. Y fastidia sobremanera porque no debería, puesto que el guión, insisto, ha quedado bastante majo. El problema es que no les puedo explicar dónde canta la historia porque incurriría en lo que la gente (que se hace llamar) culta denomina “spoiler”, y que, para entendernos, viene a ser destriparles el final con alevosía y mala baba. Quédense con la mínima referencia de que los figurines que se tienen que lucir se lucen adecuadamente. Léase Ernesto Alterio, ideal de la muerte en su papel de niño pijo, no sé si porque actúa muy bien o porque realmente él es así. Léase también Najwa Nimri (ahora van y lo pronuncian si se atreven), tan sosa y abofeteable como de costumbre. Es digna de reseña, sin embargo, la muy solvente actuación de dos intérpretes cuyos personajes no sé si llegan a ser principales o se quedan en secundarios de gran renombre: el argentino Pablo Echarri, para demostrar que sus compatriotas coproductores no metieron la gamba escogiéndole para mantener las cuotas, y la sorprendente Natalia Verbeke, en esta ocasión algo más que el insulso maniquí a que nos tiene acostumbrados.

Pero que ni por esas. En la tele no la echarán a la hora de la siesta porque alguna Asociación de Señoras Escandalizadas pondría el grito en el cielo por el par de planos subidos de tono que aparecen, pero a cambio el programador de turno podrá ayudar a conciliar el sueño a algún insomne de las dos de la madrugada. La media sale a un bostezo cada dos o tres minutos, y dura 120, así que echen cuentas. No es que ayude mucho a despertarse la ambientación, con poco más de un único y feísimo escenario (se le perdona porque lo exige el guión, valga el tópico), como tampoco colabora la banda sonora, o mejor dicho su ausencia. Se les reconoce a los actores el esfuerzo para que nos involucremos en la trama, pero no es suficiente, hay demasiados pinchazos en todo lo demás.Y qué diablos: por muy ejecutivos y muy educados que sean y por muchos másteres que tengan, no me creo que se pueda juntar a un grupo de siete hispanohablantes, a quienes desde el principio se les dice que el enemigo ha metido un topo para espiarles, y se pasen más de una hora sin mentarse a la madre.

La próxima: Invictus

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